viernes, 14 de agosto de 2009

Donde nos llevó la imaginación, donde con los ojos cerrados se divisan infinitos campos.

A trabajos forzados me condena mi corazón, del que te di la llave..
No quiero tormento que se acabe, y de acero reclamo mi condena.
No concibe mi alma mayor pena que libertad sin beso que la trabe, ni castigo concibe menos grave que una celda de amor contigo llena.
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No creo en más infierno que tu ausencia. Paraíso sin ti yo lo rechazo... Que ningún juez declare mi inocencia.
Porque en este proceso a largo plazo, buscaré solamente la sentencia a cadena perpetua de tu abrazo..

sábado, 8 de agosto de 2009

Un futuro incierto.

Siempre me hacía esperar, en todas las quedadas, citas o como diablos queráis llamarlo. Decía que lo bueno se hacía esperar. Y si mal no recuerdo (más quisiera yo que así fuese), aquel día no lo hizo, no me hizo esperar como de costumbre, apareció a su debida hora.
Allí estaba, brillante y taciturno, con su perfil solitario, sentado en ese frío escalón bajo el porche intentando cobijarse del invierno. Desprendía un aliento tan arrollador y cortante como hojas afiladas, acompasando su respiración al palpitar de su corazón. Era algo así como… lo más asemejado a la perfección humana. Así era él le quisiera más o menos, le conociera o no.


Yo me apresuraba a llegar hasta el escalón, y él me miraba a lo lejos sin quitarme ojo de encima, parecía hipnotizado. Al acercarme a él pude contemplar sus ojos contenidos en lágrimas, o lo más parecido a líquido amniótico, porque mirarle a los ojos era como nacer de nuevo… Ver la luz, romper a llorar, tomar mi primer aliento y sentirme acunada en los brazos de alguien. Pero todo se desintegró en el momento que pronunció palabra, perdí las riendas de mi vida por completo. Fue ese preciso instante. El mundo que me rodeaba, la gente, los edificios, el suelo que pisaba e incluso el aire parecían difuminarse y resultaron ser una simple alucinación, una ilusión óptica que dependía de una palabra para desvanecerse y destruirse al ritmo de mis pulsaciones. Vi claramente como los yacimientos de los edificios se quebraban y resquebrajaban para saltar al vacío, como el suelo se agrietaba bajo mis pies, como la gente que parecía respirar, se transformaban en inertes maniquíes que se desintegraban también junto al despedazado mundo en el que yo había creído vivir hasta ahora. Por primera vez, sentí miedo.


Vino justo a tiempo solo para decirme que la vida está llena de equivocaciones de las que nunca tomamos referencia o que siempre volvemos a cometer , fallos que en el fondo no nos hacen aprender, si no que nos provocan el mismo error, irrevocable. Eso es, las decepciones nunca vienen solas, sino una tras otra. Y él me lo estaba demostrando.

Las palabras no podían salir de su boca... con lo fácil que es enfilar sílabas y lograr que signifiquen algo… o que no lo signifiquen. No es tan complicado decir lo que el intentaba expresar, algo tan común como un “Ya no te quiero”. Pues no bastó. Siguió hablándome de los errores, los sueños y aquello que no había podido hacer en lo que llevaba de vida, que por lo visto, era algo a lo que no iba a renunciar por el simple hecho de enamorarse.


Me dijo que la vida es una función que nunca termina o que acaba porque nosotros mismos le ponemos fin, trágico o cómico, pero después de todo, un final para quien no haya sabido disfrutar del principio. Y me recordó, que lo bueno de la vida es, que a pesar de caer enamorados una vez y tener la certeza de que jamás vas a querer a nadie de igual manera, logramos olvidar a esa persona y volvemos a caer rendidos a los pies de otra, haciendo renacer en el mismo pensamiento. Lo bueno de la vida es que somos estúpidos pero lo aceptamos, porque no sabemos asimilarlo bien del todo, somos unos ingratos e insensibles, quejicas y débiles, vividores e incomprendidos, inmaduros y sabios, felices… Felices, je, qué irónico. Jamás habría dicho que fui feliz en ese momento, más bien acepté la derrota.

Y, que lo bueno de la vida es… en fin, tal y como es, vivirla. Sin direcciones opuestas, sin saltos al pasado y sin arrepentimientos.


Sus frases daban vueltas en torno a mí, a nosotros; a tú, yo, nuestro. Y así sucesivamente. Juraría que le temblaba la voz y que rompería a llorar de nuevo si no constara de su tremendo e intocable orgullo. Pero en fin, así es él, unas veces gris y otras veces negro, oscuro, olvidado. Me recordó (aunque yo diría que intentó convencerme) que había sido la persona con la que más había compartido y a la que había amado con diferencia… y entonces fue cuando llegué a cuestionarme si alguna vez había compartido algo, si alguna vez fue partidario del acto de bondad o del voto a la igualdad. Incluso me pregunté, con la respuesta bien asegurada, si había querido a alguien en algún punto de su vida, de su absurda y temerosa vida.


No se si fue el nerviosismo que me inundaba o el rencor que nacía en mí el que me hacía pensar que le empezaba a odiar y que solo sabía escupir mentiras. Ni yo misma me lo podía creer, la persona a la que estaba dando todo, entregando cada parte de mi alma y cada rincón de mi ser, cada imperfección clasificada como “máxima imperfección perfecta”... Ese ser humano que para mí era el sentido, la razón, el núcleo, el por qué… quedaba a un solo paso del “adiós”.